La congelación y ultracongelación del pescado es un proceso beneficioso desde el punto de vista nutricional, contribuyendo además a la mejora de la salud alimentaria y al aprovechamiento de recursos y bienes de consumo. Clarence Birdseye, inventor estadounidense, se basó en las costumbres de los indígenas de Terranova para idear y comercializar este sistema de conservación de alimentos en 1929.
Como evidencia la demanda de distribuidor de trucha congelada para hosteleria —así como de merluza, salmón, bacalao y otras especies de agua dulce y salada—, la variedad es una de las mayores fortalezas de este mercado. Los productos, por su elevada resistencia al paso del tiempo, permanecen en stock durante más tiempo, abandonando así la etiqueta de ‘alimento de temporada’ para estar disponible en cualquier momento del año.
Respecto a su vida útil, el pescado congelado de tipo graso puede aguantar hasta tres meses, mientras que los de tipo magro permanecen en óptimas condiciones hasta seis meses después de someterlos a este proceso. Esta cualidad redunda positivamente en el aprovechamiento del pescado, reduciendo así su desperdicio.
Lejos de ser peligroso, el consumo de trucha y otros pescados congelados demuestra ser más saludable. Y es que el anisakis y otros parásitos perecen a bajas temperaturas, por lo que se elimina el riesgo que conlleva la ingesta de estas bacterias nocivas para la salud humana.
Tradicionalmente, las voces críticas con este tratamiento sostienen que congelar y ultracongelar el pescado acarrea una pérdida de sus propiedades y minerales esenciales. Pero esta creencia es falsa. Siendo un alimento tan perecedero, el pescado fresco ve disminuidos rápidamente sus aportes a medida que pasan las horas, problema que no comparten los productos congelados, pues esta técnica de conservación mantiene todos sus nutrientes originales: desde el sodio, el magnesio y el hierro, hasta el fósforo, el potasio o el famoso Omega-3, entre otros.