Hace unos años leí un relato de un autor llamado Raymond Carver que me llamó bastante la atención. Es uno de esos relatos poco conocidos del escritor que tiene hasta películas inspiradas en sus textos. Es una historia poco trascendente (como la mayoría que escribe) pero que despierta extrañas sensaciones. Trata sobre un hombre que intenta cambiar el aspecto físico de su mujer.
Su mujer es camarera y un día asiste a una conversación de unos clientes en los que se mofan del aspecto físico de la mujer. Uno de ellos dice que le vendría bien una liposucción caderas, algo que al marido le sienta como un tiro. Entonces se pone manos a la obra y cuando llega a casa sugiere a su mujer (sin decirle nada de la conversación de los clientes, claro) que tal vez debería perder algo de peso a lo que la mujer responde positivamente.
Con el paso de los meses, la mujer va perdiendo peso hasta que logra un aspecto físico muy diferente. Y todo sin una liposucción caderas. Entonces, el hombre acude todo orgulloso a la cafetería de su mujer y empieza a hablar con un cliente sin que este sepa que es el marido de la mujer: solo para saber qué opina otro hombre sobre el cambio físico de la camarera. Pero se encuentra con que a nadie le hace gracia su conversación… y su mujer se termina enterando.
Recuerdo hablar de este relato con algunas personas en un club de lectura y casi todos atacaban el papel del marido: muchos aseguraban que esa actitud es muy común en la realidad, pero, por supuesto, nadie admitía que nunca hubieran pensando así sobre sus parejas. Y me llamó la atención la falta de autocrítica y de sinceridad que podemos llegar a tener.
Todos los allí presentes nunca habían pensado como el personaje de Carver: el aspecto físico es secundario y siempre van querer a sus parejas por encima de cualquier circunstancia. Eso es el amor, ¿no? Como casi siempre con los relatos de Carver aquella historia decía mucho más sobre nosotros mismos de lo que parecía en un primer momento…