Hace unos días iba andando por la calle y me asusté al mirar un cristal: tres personas sudaban la gota gorda en bicicletas estáticas al otro lado del cristal. Sin ningún pudor ni vergüenza, ponían caras de esfuerzo sobrehumano, rojos como un tomate y no parecían molestos porque un viandante (o sea, yo) me quedase parado durante unos segundos mientras les miraba. Yo pensaba: “qué bien les vendría unas persianas baratas, qué se yo, unos estores o algo, para que no les viese todo el mundo dándolo todo en la bicicleta”. Pero no, la realidad es que les gusta. La privacidad es cosa de antiguos.
Todo abierto de par en par, sin recato. Todos viéndonos a todos. Los gimnasios han sido uno de los últimos tipos de negocio en subirse al carro de la ‘transparencia’. Y de hecho, según me han comentado algunos especialistas en gimnasios, las zonas de los cristales son de las más demandas por los clientes, es decir, que a la gente le gusta estar ahí para ser vista.
Pero lo de la transparencia no es solo cosa de bicicletas estáticas y pesas. Cada vez son más los negocios de diverso tipo que abren sus puertas (y ventanas) de par en par. Nada de persianas baratas, nada de estores, nada de cortinas. Y no solo me refiero a estudios de arquitectura o de diseño. Hasta los negocios más tradicionales se ponen a la vista de todos. Es como esos cafés de moda, importados de Estados Unidos, que instalan barras al revés, es decir en la cristalera, para que los clientes miren por la ventana, y puedan ser vistos: todos en hilera, muy guapos, viendo la vida pasar.
Llamadme antiguo, pero yo soy más de que no me vean, de no exponerme en determinadas situaciones. Me gusta comer tranquilo, trabajar tranquilo y hacer bicicleta estática sin que toda la ciudad se entere. Entiendo que en el ámbito comercial esta ‘transparencia’ es una estrategia de marketing (no tenemos nada que esconder, estamos para satisfacer al cliente, etc.), pero en otros ámbitos un poco más privados yo sigo prefiriendo estar alejado de las miradas de los transeúntes.