Me gusta el arte, no se puede decir que sea un fanático, pero suelo entretenerme bastante en los museos y trato de tener la mente abierta ante las ‘nuevas tendencias’, pero hay cosas que no comprendo… Nunca había ido a ARCO y la última edición recibí una invitación de una amiga así que fui a echar un vistazo. Algunas de las obras que encontré allí me produjeron extrañeza, por decirlo de forma moderada.
Recuerdo una de ellas en las que se usaban persianas de madera que el espectador debía bajar y subir… para que aparecieran mensajes que estaban escritos en los listones. Al principio podía tener su gracia, pero luego ¿qué? ¿se terminó la película? Después me enteré que aquella obra estaba inspirada en una instalación que había hecho el artista en un pueblo pintando las persianas de algunas casas privadas. Vale, eso podía tener más sentido.
Otra obra estaba en una esquina: se trataba de diversos pares de zapatos viejos apilados, unos encima de de otros. Según me comentó mi amiga era un trasunto de la inmigración… o algo así. Y más allá una especie de cosa con forma de órgano sexual femenino cobijaba una cinta de casete… sí de esas antiguas. Mi amiga experta ya no supo confirmarme de que era trasunto esta última obra…
Y entonces viene a mi cabeza el famoso váter de Duchamp, que en su día causó un increíble revuelo y que muchas décadas más tarde puede tener diversas lecturas. Pero parece que todo el mundo del arte se escuda en el dichoso váter para hacer un ‘todo vale’.
Desde luego, como en cualquier disciplina, no todo vale en el arte. No se trata de gustos, sino de intenciones, eficiencia y estética. Desgraciadamente en el arte más vanguardista prolifera la irreflexión amparada en la vacua provocación: “ponemos una vagina aquí y la gente se lleva las manos a la cabeza”. Pues no, ya nadie se lleva las manos a la cabeza por nada, el espectador es mucho más exigente. Por eso, me quedo con las persianas de madera que sí me decían algo y rechazo aquellas obras que solo tratan de salir en las noticias de las 3.